Carita de matador
‘Hijo mío, tú solo tira el pechito palante y pon carita matador’. Ese fue el consejo de Elena, tía de nuestra amiga Macarena, para bailar correctamente una sevillana. Mientras tomábamos una cañita al sol, antes de volver al campo de batalla, la mujer prosiguió: ‘en la sevillana, la protagonista es la mujer, el hombre no tiene que hacer nada, solo acompañar’. Fantástico, por fin un baile que está hecho para mí.
Fue en la caseta de El Machacante – la más antigua de Sevilla y en la que bailamos a ritmo de rebujito, gracias a nuestra anfitriona – donde descubrí el verdadero respeto por la tradición.
Pensaréis que fue por su minuciosa decoración, por el hecho de que no suena reggaeton en sus altavoces, o porque allí se encuentran los mejores trajes de gitana que yo habré visto jamás. Nada más lejos de la realidad.
Estaba yo poniendo en práctica los consejos de Elena, bailando con el rostro más serio que Patrick Bateman entrando a la oficina y con el pechito más erguido que un palomo acabadito de comer, cuando vi a una niña bailando con su madre, con más gracia de la que tendré yo en toda mi vida.
Ese mismo día me encontré con un primo segundo y sus amigos en el albero del Ferial. Llego a la caseta 43 de la calle Juan Belmonte. Nada más verme levanta el brazo con energía para hacerse ver.
– ¡Aquí, primo! ¡Ven, que te presento a mis amigos!
Cuando estoy acabando la ronda de presentaciones veo a un niño con expresión de estar alucinando al verme (recordad que mido casi dos metros).
– Es el hijo de Rober – me apunta mi primo para hacerme la tarea más sencilla.
Lo más difícil de relacionarse con un niño es, sin ningún ápice de duda, el tono con el que te diriges a él. Recuerdo lo ridículos que me parecían esos tipos que me hablaban con tono infantil, cuando el niño era yo. Así que no puedo caer en ese error:
– ¿Cuántos años tienes?, joven muchacho. – le pregunto con absoluta seriedad.
– Seis y tres cuartos – señalando que está a punto de cumplir los siete, no vaya a ser que piense que es un pobre mañaco de seis años recién cumplidos.
Acto seguido miro a su padre con sonrisa intentando parecer simpático. El hombre ríe y me da una palmada y, en ese momento, me doy cuenta de que con sus tatuajes y el peinado de futbolista no aparenta en absoluto los cuarenta y pico años que lleva encima.
No sé si es una cosa de la edad, o de la modernidad. Pero esta situación me llevó a pensar en dónde está la intersección de todo esto. ¿Cuándo una persona pasa de querer parecer más mayor, a querer parecer más joven?
Recuerdo un viernes jugando en la plaza del pueblo. El que tenía seis años y tres cuartos era yo, y el euro que nos daban nuestras madres para que compráramos alguna chuchería nos parecía mayor fortuna que la del mismísimo Rockefeller.
De entre todas las opciones que había en esa pequeña casa de la felicidad, nos dio por escoger una cajetilla de cigarrillos de chocolate. No porque fuera la mejor opción con relación calidad precio – os sorprendería la capacidad de comparativa de un niño con un solo euro que gastar – sino porque, además del chocolate, esos cigarrillos nos daban la oportunidad de parecer mayores.
Parece que estoy viendo la exclamación que puso la madre de mi amigo Alberto, cuando nos vio hacer el gesto de dar una calada a esos falsos cigarrillos. Ella pensaba que eran de verdad, y eso nos dio la satisfacción de quien ha conseguido su objetivo.
El primer partido, la primera comunión, el salto al instituto, mi primer cigarrillo. El primer amor y la primera vez que rompí un corazón. La universidad. La primera vez que me lo rompieron. El primer trabajo, el primer sueldo. Independizarse. El matrimonio. El primer hijo. No tengo ninguna duda de que esas pequeñas y grandes ceremonias actúan como líneas divisorias que marcan el fin de una etapa de la vida y el inicio de una nueva.
Pienso en la desaparición de los ritos en el mundo moderno como la causa de la evolución líquida de nuestras vidas. El salto al mundo laboral ya no es un antes y un después. Los jóvenes de provincias emigramos a la capital, no con un trabajo, sino con un máster y una paga de nuestros padres. El momento de independizarse no supone un cambio radical, sino que pasamos de convivir con familiares a convivir con amigos. En ocasiones, fruto de la precariedad laboral que le ha toca vivir a mi generación, esa independencia descafeinada se alarga hasta más allá de los treinta.
Si las etapas de la vida cada vez son más líquida, el amor también lo es. Pocos de mis amigos tienen pareja y prácticamente ninguno vive con ella. Por lo que el gran giro que supone el matrimonio en la madurez de un adulto rara vez ocurre, ya, antes de los 35.
Y así, sin ceremonias, el mundo moderno se siente desubicado. Autoconvencido de que los veinte son los nuevos quince, y los treinta, los nuevos veinte. Se tatúa, opera y tinta para sentirse joven. Porque la mente es líquida y nuestro cuerpo orgánico. Y envejece. Y nos negamos a aceptar que nuestro estancia aquí es limitada, mientras tratamos de robarle tiempo a la vida comprando funkos para demostrar a nuestros semejantes lo jóvenes que todavía nos sentimos.
Disfrutar el momento sin negar la existencia de esas líneas divisorias que marcan el camino de nuestro sentido. Hacer las paces con el tiempo y volver a reencontrarnos con las etapas de nuestra ruta. Aceptar que las resacas cada vez pesan más y enfrentarse a la vida con el pechito palante y carita de matador.