Con garantías
Ni broncas de mi padre, ni acné descontrolado, ni tías abuelas besuconas. El mayor temor de un preadolescente es llegar tarde a un entrenamiento.
Hay un prototipo, un patrón de niño que se caracteriza por ser tierno y detestable a la vez. Por un lado tiene una digna capacidad de esfuerzo mientras que por el otro, una ingenuidad y chulería que hace que te den ganas de mostrarle la realidad de un zarandeo. Hablamos de lo que yo suelo llamar como: canterano dinámico.
Seguro que sabéis a lo que me refiero. Hablo de un niño entrado en los 14. Con el chandal del equipo impoluto, los calcetines a juego con las botas, los auriculares puestos de camino al entrenamiento y poniendo cara de serio. Llega 30 minutos antes y hace estiramientos de músculos que no conoces, mientras pone cara de intenso, “es que no me quiero lesionar”.
Pues bien, muchachos y muchachas que me acompañáis, hoy os confesaré que yo fui uno de esos canteranos dinámicos. De hecho, prácticamente todos mis compañeros de equipo lo éramos. Aunque no seré yo quien me justifique con el clásico “todos lo hacían”, pues detesto a quienes anteponen su inocencia a su personalidad.
Uno de los principales rasgos en común de los canteranos dinámicos es que no soportamos a quien no se lo toma en serio. ¿Jugar para pasártelo bien? O vienes a por todas o te vas al equipo de tu clase. Aquí no nos andamos con chiquitas, chaval.
¿Entendéis ahora por qué llegar tarde a un entrenamiento suponía tal catástrofe? ¿Ibas a ser tú quien aguantara las miradas de culpabilidad de los compañeros? ¿O al entrenador señalando la muñeca, aunque no tuviera ningún reloj?
Como ya os he contado alguna vez en esta plaza, suelo acudir a mis recuerdos para comprobar si estoy haciendo bien las cosas. Uno de mis principales recuerdos durante esos años es la presión que trasladaba a mis padres (sobre todo a él), cada vez que teníamos que ir a un partido. Si el partido empezaba a las 11, entonces teníamos que estar a las 9.
El recuerdo que tengo de mi padre es de comprensión absoluta. Nunca jamás (o al menos eso es lo que queda en mis recuerdos) ha dejado que yo llegue tarde a un entrenamiento. Ni siquiera en días de ajetreo, lluvia y tráfico.
Hace unos días me dieron uno de los mayores elogios que he recibido nunca y que presumo con orgullo en la solapa de mi americana favorita: “joe Pau, macho, lo tienes siempre todo controlado”. Cuando esta persona pronunció tales palabras, me vino un recuerdo que me resultó cálido:
En el antiguo taller de mi padre estaba yo, con 15 años, mientras el lijaba escayola con una máquina industrial y se tapaba la boca malamente para no inspirar partículas.
– ¡Vamos papá que no llegamos!
Se quita las gafas de protección y mira el reloj con los ojos entornados. Se da cuenta de que se nos ha hecho tarde:
– Ve a por los cascos – dice mientras se apresura a quitarse la bata.
En ese momento me invade una sensación de calma. Después de esas palabras ya sé que todo va a salir bien, que no voy a llegar tarde al entrenamiento. Mi padre siempre cumple lo que dice y, si él está al mando, todo está bajo control.
Es una sensación de radical confianza. De saber que te puedes dejar llevar porque hay solvencia, galones y garantías que acompañan. Esas personas son las verdaderas redes de seguridad. Sobrevaloramos las sorpresas, cuando lo que de verdad vale la pena es tener la tranquilidad de que todo va a ir bien cuando estamos con alguien.
Algo similar descubrí con un reloj inteligente que tuve hace un tiempo. Cada vez que necesitaba saber la hora, había una alta probabilidad de que hubiera olvidado cargarlo y que no tuviera batería. Diréis: “ah, bueno, pero eso es culpa tuya. Haberlo cargado”. Pues toda la razón, como humano que soy, cometo errores. Sin embargo, mi viejo Citizen es capaz de mostrarme la hora con solvencia y garantías, por muchos errores que yo cometa. A Alexa le tengo que repetir veinte veces que me apague la luz de la lamparilla del salón, mientras que un interruptor me obedece a la primera.
Que me dieran ese piropo, fue de lo mejor que me ha pasado últimamente.
“Joe Pau, macho, lo tienes siempre todo controlado”.
Esa persona tiene el sentimiento de que puede contar conmigo y que estaré ahí cuando lo necesite, para resolver con garantías.
La vida es más sencilla cuando entendemos que somos nosotros quienes elegimos con quién estamos, qué vino llevamos a una cena, y qué reloj nos ponemos.
Diseñar confianza, con galones y con respeto. Anticiparnos al resto y estar listos para los errores de quienes nos queremos. Diseñar con solvencia. Diseñar con garantías.
Antes de que te marches
No llegues tarde amigo, comparte esta carta con tus amigos y demuestra los galones.