Gol por la escuadra
El tema de la semana en la comunidad del diseño internacional (también en la española) es el rebranding de Facebook. O Meta, para los puristas.
Ofrecer a las personas la posibilidad de crear comunidades y hacer del mundo un lugar más conectado.
Esa es la misión de Facebook según su web. Desde esta semana, apostarán por el Metaverso (mamá, que sé que me estás leyendo, un Metaverso es algo así como un universo virtual).
La semana pasada en Riqueza, la segunda parte de Coser Papeles, os confesaba que estos días encontraba la belleza en todo aquello que reivindica lo humano, lo orgánico. La idea de mover nuestras relaciones sociales a un mundo virtual, va radicalmente en contra de lo que creo.
Hola, soy @heypauet, diseñador y emprendedor, actualmente en Blockeniza. Bienvenido a Libra, una carta semanal donde diseño y humanismo se encuentran a ambos lados de la balanza.
En 1936, en el Madrid de la Guerra Civil, el inventor, poeta y editor gallego Alejandro Finisterre, quedó sepultado durante un bombardeo.
Fue trasladado a Montserrat, donde se trataba a los mutilados. Allí concebiría uno de los mayores inventos de la cultura popular española.
Durante su estancia en Montserrat, Alejandro observaba cómo los mutilados miraban a otros compañeros jugar al fútbol con nostalgia. Las expresiones de pena de aquellos jóvenes fueron la inspiración perfecta para desarrollar los primeros prototipos de un juego que acabaría en los bares, cafeterías y universidades de toda Europa.
Alejandro se encargaría de diseñar un juego de mesa que replicara el fútbol, y al que pudieran jugar quienes, por motivos físicos, ya no podían. El carpintero Francisco Javier Altuna , se haría cargo de su construcción. A finales de 1936, conseguirían la madera para el primer prototipo.
Algunos entendidos dicen que, entre finales del siglo XIX y principios del Siglo XX ya se veían juegos similares a los futbolines actuales en Alemania e Inglaterra. También hay quien dice que a principios de los años 30, Broto Wachter y el francés Lucien Rosengar (Citroën) mejoraron el mecanismo.
Sin embargo, fue Alejandro Finisterre quien inventó el futbolín español (la versión más popular), y quien más contribuyó a su propagación por todo el mundo.
Alejandro había combatido para el bando republicano, así que tuvo que exiliarse a Francia, y, posteriormente a America Latina. Allí se dedicó al negocio editorial. También comenzó a fabricar futbolines con maderas de la zona.
Finisterre no descubrió hasta 1976, cuando pudo regresar a España, la popularidad que había alcanzado su invento.
Había creado uno de esos productos que cualquier diseñador sueña construir. Trascendió edades, generaciones, capas sociales, gustos y aficiones. Había sido capaz de crear un rito, un momento, tal y como lo cuenta Oscar Mangas en Interludio. Que alguien diga que no es maravilloso.
Me hace gracia cuando Facebook quiere conectarnos con un Metaverso. ¿Evadirnos del mundo real? Vamos hombre, ¡aparta de mí los píxeles coloridos! Yo solo quiero escuchar el barullo del bar, reírme con mis amigos y marcar un gol por la escuadra.
Antes de continuar con la segunda parte de Libra, déjame recordarte que las cosas que disfrutamos, son mucho mejor si son compartidas. Considera recomendar esta carta con quien creas que le pueda gustar.
La intención es lo que cuenta
No sé muy bien qué pasaba el otro día por la cabeza de un viejo amigo de la universidad, cuando me escribió por Instagram para decirme que tenía dos preguntas que hacerme.
Me puse tenso. Qué nerviosismo y qué intriga, por el amor de Dios. "Dispara", le dije como quien ha aceptado ya la muerte frente al enemigo.
Lo primero que me pidió fue un libro de crecimiento personal. Yo no creo mucho en los libros que pretenden enseñarte a vivir. Así que le dije que de crecimiento personal no tenía ninguno, pero que le recomendaba ¿Dónde vamos a bailar esta noche? de Javier Aznar. Aprender a tomarse las cosas menos en serio, y a disfrutar más, es una buena forma de crecer.
Lo segundo que me pidió fue que le diera un consejo. Un consejo. Yo. Vamos a ver, ¡¿en qué momento la vista de mis ex compañeros de carrera se ha nublado tanto, como para tomarme a mí como líder espiritual?! ¡Si yo solo soy un pobre chico dinámico!
Esta no me puso nervioso. Mi reacción fue más como "bueno esto no es serio, tiene que ser una broma". En fin, consejo me pidió, consejo le di: el vino bueno nunca se guarda.
Esta última la sé por experiencia.
Una vez, siendo un niño, ayudaba a mis padres a limpiar la casa. Sería la segunda o tercera vez que limpiaba el polvo. Estaba contento porque ya era mayor, y hacía cosas de mayores. Bendita inocencia.
El caso es que cuando ya llevaba alguna que otra zona limpiada, me envalentoné, y me puse a limpiar también el mueble donde mis padres tenían los vinos. Yo, que siempre he tenido buena puntería, rompería sin querer una de esas botellas de vino bueno que le habían regalado a mi padre. Él la guardaba para una ocasión especial. "Para cuando Pau pueda beberla", solía decir. Nada de eso, damas y caballeros, yo tenía un plan mejor para ella.
Recuerdo que mi madre no se enfadó (mi padre sí que torció un poco la expresión). Sabía que yo no pretendía romperla, sino ayudar en las tareas del hogar. No había maldad en el incidente.
Esta última anécdota la recordaba con unos amigos el fin de semana pasado. Estábamos cenando en uno de esos sitios de moda que salen como setas en Madrid.
El restaurante, las cosas como son, era precioso. Toda la decoración estaba elegida con mimo. Desde los vinilos en la estantería, hasta las luces de neón. La música era perfecta, en selección y en volumen. La temperatura era agradable, el servicio atento y hasta tenían incorporada realidad aumentada en la carta, para que pudieras ver los platos sobre la mesa antes de pedirlos. Muchos detalles que te hacen decir "aquí hay mucho billet y mucho esmero puesto".
La sorpresa vino cuando empezamos a pedir. Las comandas llegaban a la velocidad de la luz, sin controlar el tempo entre unos platos y otros. No importaba si habíamos pedido un tartar de entrante, y un risotto para acompañar, los platos salían sin orden ni coherencia. La comida, por la velocidad con la que venía, se intuía precocinada, y cuando llevábamos solo media hora sentados, se acercó un camarero para indicarnos que teníamos que abandonar la mesa en 40 minutos.
"Cuarenta minutos". Esas palabras detonaron mi explosión interior. Nunca lo exteriorizo (ni siquiera con gestos), porque yo soy la persona más paciente de España y, además, odio fervientemente los numeritos. Pero sí hay un momento en el que mi cabeza - mejor dicho, mis entrañas - dicen hasta aquí. Y ahí ya no hay vuelta atrás. Me has quitado mi momento del sábado, mi sobremesa y mi copa, por aumentar la rotación de las mesas. Has vendido un lugar tan bien pensado y un ambiente tan bueno, por aumentar tu facturación. Te he vetado. No me verás más.
Ya no importa que la copa en la que me servías el vino fuera perfecta (cristal fino y boca grande). No importa que estuviera sonando Barry White a un volumen agradable, tampoco que tuvieras un vinilo de Aladdin Sane (David Bowie), en la vitrina. No importa que la luz cálida relajara la vista, ni que la acústica fuera muy buena para poder mantener una conversación.
No importa porque descubrí cuál era tu interés. Y, al igual que pensó mi madre cuando rompí la botella de vino, la intención es lo que cuenta.