La España del Frigo
Domingo de mayo en los 2000. Tengo 8 años. Esa mañana he tenido partido en el patio de cualquier colegio contra el equipo del pueblo vecino. Salgo de la ducha mientras mi padre me mete prisa.
– Vaaaamos chaval, que ya son las 11. Tu madre nos está esperando y todavía tenemos que pasar por el kiosko. – dice mientras da palmas, con intención de meter prisa.
“Kiosko”. Ha dicho la palabra mágica. La bombilla se ha encendido y me pongo la camiseta mientras piso el acelerador. Mi padre me mira alucinado. “Ojalá se vistiese tan rápido para ir al colegio”. Salgo de casa con la pelota en las manos. Tengo aprendida la lección de que no se bota ni se chuta dentro de casa y no quiero quedarme sin parada en el kiosko.
– Me das el Marca y 4 sobres de cromos de La Liga – me guiña un ojo.
Yo, para mí: ¿¿Cuatro sobres?? ¡¡Si normalmente me compra 2!! Ya verás como me vuelve a tocar ‘el Fernando Morán ese’.
Llegamos a la plaza del pueblo que, además de ser el punto de encuentro para los adultos en el día del Señor, es el mayor centro neurálgico de tráfico de cromos de La Liga.
– ¡¿Pero cómo te voy a cambiar a Guti por Quique Medina!? ¡Anda ya! – me dice un niño haciendo aspavientos, fruto de su indignación.
– No pasa nada, te quedas sin completar el Getafe. – Le contesto con la voz suave y sin temblar, sabiendo que tengo la sartén por el mango.
Los diplomáticos de Bruselas podrían tomar notas viendo a esos jóvenes muchachos negociando trueques.
De repente, llega un nuevo niño. Camina relajado, forzadamente lento. Se aparta el pelo de la frente con chulería, sacudiendo su cabeza hacia atrás. Cuando se acerca da un lametón a su polo Drácula.
Yo para mí: ¿Un polo? Pero si aún es mayo.
Rápidamente giro la cabeza hacia la terraza del bar de mis padres para asegurarme. Así es, ya están en la acera los carteles de Frigo.
Según los más sabios del agora, el inventor del polo helado (el helado de palo de toda la vida) fue un niño de once años, llamado Frank Epperson, en 1905. No estamos hablando de ningún genio, ni de una historia de startups y jóvenes entrepreneurs. Todo fue una simple casualidad.
El joven Frank dejó, en el porche de su casa, un vaso de soda con una cuchara dentro. Era pleno invierno así que a la mañana siguiente se encontró la bebida congelada con la cuchara dentro.
Sin embargo este invento no quedaría liberado para el disfrute de todos hasta 1923. Dieciocho años después, ya en 1923, el joven Epperson decidió patentar el invento que había hecho de niño y comenzó a vender sus helados con agua y palo.
Decidió llamarlo Epcicle un acrónimo de su apellido (Epperson) e icicle (estalactita). En 1923, Epperson decidió expandir las ventas más allá de su vecindario. Comenzó a vender los polos en un parque de atracciones.
Apodado como "West Coast Coney Island", el parque contaba con montañas rusas, béisbol y una piscina olímpica. Los días previos a la Gran Depresión la gente compró ansiosamente Epsicles.
Animado por el éxito, Epperson solicitó la patente en 1924 para una "confección congelada de apariencia atractiva, que se puede consumir sin contaminación por contacto con la mano y sin la necesidad de un plato, cuchara, tenedor u otro implemento".
La patente detalla cómo hacer un bloque de hielo perfecto, y hasta indicaciones sobre la mejor madera para el palo (abedul y álamo). Los hijos de Epperson le recomendaron cambiar el nombre y todo quedó en Popsicle.
Nos vamos ahora a la España de 1976. Un joven Joan Villañonga entra a trabajar en la fábrica de helados Frigo. En aquella época la carta no era muy sofisticada: sandwiches, polos al estilo Popsicle... nada reseñable.
El joven Joan entró en el departamento de calidad pero, como entonces la división de tareas empresariales no era tan rígida, dedicaron mucho tiempo a pensar en fórmulas para captar más la atención de los niños.
En una ocasión, Joan recibió el encargo de diseñar un nuevo polo. Entraron en la zona noble de la fábrica donde los directivos esperaban ansiosos el resultado de las investigaciones: un polo que mezclaba cola, fresa y vainilla. Y que, además, pintaba la lengua de rojo.
Para la cultura heladera de la época, esto era toda una revolución. Recordad que venimos de una época en la que se compraban cortes de helado para poner entre dos galletas. Existían los polos pero, por alguna razón, no terminaban de despegar en España.
Imaginad la reacción de aquellos directivos. Por suerte, el director de departamento intercedió para que el producto tuviera una oportunidad. Cuarenta años más tarde, aquel helado aún se fabrica. Lo podréis encontrar en la siguiente carta, de 1977, con el nombre de Drácula:
Ya en los 80 los ingenieros de Frigo localizaron una empresa italiana capaz de fabricar moldes tridimensionales, lo que permitía experimentar con formas nuevas para los polos.
– ¿Por qué no hacemos un pie?
– ¿Pero eso no es canibalismo?
El Frigo Pie llegó a la carta de 1983, heredero del Frigo Dedo. Ya sabes "si funciona, explótalo". Tenía sentido: si tenemos la mano, debemos tener también el pie.
En 1984 aparece otro de los polos de nuestra infancia: El Calippo. La historia del Calippo es fruto del trabajo conjunto de los equipos de márketing, ingeniería, desarrollo y producción.
Aquel año, la cerveza y los refrescos habían empezado a quitar cuota de mercado a los helados. Pensad que, si te llenas el estómago con bebidas de gas, ya no queda hueco para un helado. Así que, ¿por qué no diseñar un envase que pareciese una lata?
La gente entonces tuvo problemas para entender el concepto. ¿Un polo sin palo? Algunos rompían el envase para llegar al helado. La publicidad televisiva del helado actuó como manual de instrucciones.
El resto, como suele decirse, es historia. El Calippo ha sido uno de los mayores líderes en ventas de la historia de Frigo. Una compañía con nada más y nada menos que 100 años de historia.
La España del chiringuito y del aperitivo. La de los cromos y las negociaciones en la plaza. Entender que la vida es un domingo: sol, jovialidad y alegría. Y entender que, aunque hayamos tomado dos cervezas de más, siempre hay un espacio para la España del Frigo.