Tos fingida
Si alguna vez me pongo pesado con uno o dos vinos de más, pensad que mido casi dos metros. Más tuvo que aguantar mi madre durante 9 meses. A llorar, a la llorería.
Yo siempre he sido grande. Cuando era pequeño, más. En proporción, claro. 1,80 medía con 14 años, 1,96 con 16. No es de extrañar que mis padres le tuvieran pánico a que yo cogiera sobrepeso. Ya no sólo por lo estético, imaginad unas rodillas y una espalda que se están formando, aguantando el peso de semejante troncho.
Pues ahí podéis visualizar al pobre Pau de 11 años mirando cómo sus compañeros del colegio comían suculentas chucherías, y girando la mirada con desdén hacia su manzana y su bocadillo de jamón.
Pero tranquilos, si algo caracteriza a la estirpe de los Aguilar, además de lo cabezones que son, es la astucia. Y de vez en cuando, me salía con la mía, aunque no como esperas:
*Entramos en la farmacia. Mi madre pide cualquier cosa al farmacéutico*
*Vuestro querido niño dinámico finge una tos de octogenario fumador*
Dame una caja de juanolas también.
Objetivo completado.
Bienvenido a Libra, una carta semanal donde diseño y humanismo se encuentran a ambos lados de la balanza.
Manuel era un joven boticario que tenía una pequeña farmacia de barrio en la zona de Gracia de Barcelona. Andaba buscando un remedio artesanal para la tos, y lo que encontró fue un producto que penetraría todas las capas sociales de España.
Hablamos del año 1906. Pensad que los remedios artesanales eran de lo más habitual: extracto de regaliz, mentol, eucalipto, fécula de maíz y aceites esenciales fueron los ingredientes básicos para robarnos la nostalgia.
Manuel Juanola, que además de ser un gran artesano, tenía una gran visión de ventas, debía conseguir que su producto llamara la atención. Que fuera inconfundible. Optó por la forma. Concretamente la forma de un rombo.
Comenzó a vender las primeras unidades en su propia farmacia. Las pastillas, que eran más grandes que las actuales, iban en una pequeña caja de aluminio, y las colocaba al lado del mostrador. El precio era de unas 4 pesetas (2,5 céntimos que hoy equivaldrían unos 2/3€)
El producto funcionaba, el mercado respondía, y el boca a boca hizo su magia. Sólo hizo falta un año para que Manuel Juanola vendiera la friolera de 100.000 cajas de pastillas.
"Curan la tos. Aclaran la voz. Refrescan la boca.", era su lema.
Pero esto sólo acababa de empezar. Manuel tenía una enorme visión de ventas. ¿Cómo podía hacer que los 'influencers' de la época posicionaran su producto? Yendo a por quienes más podían necesitarlo: locutores, cantantes, actores, dependientes de las tiendas más concurridas...
No sólo eso. Juanola fue pionero en apostar por el cine español. Consiguió colar las pastillas en la gran pantalla para posicionar su producto nacionalmente en 1908.
En tan solo 3 años había duplicado sus ventas anuales. Sólo en 1911 vendió más de 250.000 cajas. Además, la imagen de las pastillas Juanola se profesionalizaba, dando un salto de calidad. Aquí una evolución de las cajas por la historia.
Durante la Guerra Civil fue más complicado encontrar el aluminio para las cajas, así que, durante aquella época, pasó a ser de papel prensado .
Este intuyo que es de los 40, porque el recipiente vuelve a ser de aluminio, aunque comienzan a introducir el plástico en la tapa. Además la tipografía del cartel y de la caja tiene un diseño más moderno al de los años 20 y 30.
En los 60 y 70, apuestan por el color (¡ay Olivetti!). La variedad de colores llama la atención de la gente y hace que empiecen a coleccionar las diferentes cajas. Muchos mandan cartas a Manuel Juanola preguntando cuántos colores se pueden reunir. Todo un fenómeno popular.
Si tenéis curiosidad, visitad esta página. Es de un coleccionista que tiene muchísimas cajas históricas de las Pastillas Juanola.
La de Manuel Juanola es una historia de cómo crear productos que penetran todas las clases sociales, desde lo artesano. Productos que inspiran y conmueven. Productos que ablandan la memoria, que aclaran la voz y que quitan la tos. La tos real y la tos fingida.
Antes de seguir con la segunda parte de Libra, recuerda: lo bonito de la vida es mejor si es compartido. Considera compartir esta historia con quien creas que le puede gustar ❤️
Preposiciones olvidadas
Hace unos meses estuve con un viejo amigo de Alicante por Madrid. Había venido con un compañero del trabajo a pasar unos días y hacer no sé qué gestiones por la capital, así que decidimos vernos y ponernos al día.
Los llevé a una coctelería de Madrid que nunca me falla. No es que conozca muchas, pero siempre me ha gustado tener un sitio recurrente al que ir, y donde me saluden por mi nombre cuando entro.
El sitio cumple con todos los requisitos para entrar en la lista de recurrentes. La iluminación y la acústica son perfectas, los camareros son educados y conocen bien su carta, los cócteles están bien preparados y los vasos, correctos. El día que fui por primera vez llovía y hacía frío. Al entrar sonaba All Blue de Miles Davis, Bill Evans y John Coltrane. Si aquel lugar hubiera sido una chica, le habría prometido amor eterno.
La cuestión es que el compañero de mi amigo no tuvo ningún miramiento con mi apreciada recomendación. Es más, me apetece que le llamemos, a partir de ahora, Hermann Scobie. Como el vulgar ladrón de la película Charada, de Stanley Donen.
Hermann Scobie es el típico tipo que se come los cacahuetes, que sirven por cortesía, a manos llenas, te corta hasta tres veces cuando intentas decir algo, y cada cierto tiempo suelta un comentario grosero de índole sexual. Pero no me hizo falta esperar tanto, en cuanto empezó a despotricar de mi sitio, porque no tenían tinto de verano, supe que no iba a funcionar. ¡¿Quién pide un tinto de verano en una coctelería, un sábado a las 00:00 de la noche?! ¡Vamos hombre!
El caso es que, en medio de una conversación que no iba a ninguna parte, Hermann Scobie tomó la palabra para confesarnos su mayor secreto. Su life hack. El más grande truco del almendruco. Nos contaba, presumiendo de su inteligencia, que él, cuando se disponía a volver a casa después de una fiesta, pedía el taxi y la hamburguesa del MacDonald a la vez, para que así, cuando él llegara, ya estuviera el repartidor esperándole. Boom. Ahí lo tenéis. Le faltó decir un de nada, anticipando nuestro hipotético agradecimiento.
Hermann Scobie me abrió los ojos. Me mostró uno de los motivos de la deriva de nuestro tiempo.
La piedra angular de la decadencia de nuestra generación es que no valoramos el proceso. Queremos llegar a casa cuanto antes y, que cuando lleguemos, nos espere la comida.
En el Instituto Tramontana prepararon un pequeño documental absolutamente exquisito llamado Lengua. En él explican cómo el lenguaje, el pensamiento, y la realidad de una sociedad, condicionan su cultura. Así, por ejemplo, en las territorios más áridos del planeta tienen distintas formas de llamar a la arena, mientras que en la Isla de Baffin (Canadá), tienen docenas y docenas de palabras para referirse al hielo, según sus características. En el Instituto han tenido la cortesía de abrirlo gratis durante unos días, para vosotros. Es de obligatorio visionado, porque la altura intelectual y de referencias es absolutamente deliciosa. Lo tenéis al final del email, para cuando terminéis de leer u os apetezca.
Cuando estudié en Estados Unidos pensé mucho en una palabra de nuestra lengua que no es sencilla de traducir al inglés, y que es un ejemplo fantástico de en qué se diferencia la cultura mediterránea, de la americana: el Paseo.
Alguien podría traducir Paseo por Walk (caminar) o Go for a walk (ir a andar). Sin embargo no estaríamos recogiendo todo el significado de la palabra Paseo. Pasear no sólo significa andar, también implica disfrutar del propio paseo. Los americanos no conciben eso. De hecho, cuando dicen "Go for a walk", lo hacen con una connotación deportiva. Se ponen sus deportivas y sus mallas, y comienzan su Go for a walk matutino. Los americanos no andan por andar. Cogen el coche para ir al centro comercial, lo dejan en la puerta y van a hacer sus compras. Si pudieran meter el coche dentro de Wallmart y pasar por los pasillos con él, lo harían.
Pasear y disfrutar del paseo es parte de nuestra cultura. La cocina, la educación, y hasta el cortejo son cosas que estamos perdiendo. Porque ya no se disfruta el proceso, queremos ir directos al resultado, al desenlace. Nos agobia y nos aburre lo que no es inmediato. Por eso los patinetes eléctricos no paran de batir récords en ventas (no sabéis la rabia que me dan); por eso los supermercados se están llenando de platos listos en 5 minutos de microondas; por eso hay tantos cursos para convertirte en programador en 3 meses; y por eso Tinder es, cada vez más, la única forma de conocer a alguien para muchos jóvenes.
Que no nos quiten lo que es nuestro. Que no nos quiten el proceso.
Cuando era pequeño memorizábamos las preposiciones en orden alfabético. Todavía las recuerdo cantando:
a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre, tras, versus, vía, durante, mediante, excepto y salvo
No sé por qué, pero durante, mediante, excepto y salvo, siempre las decíamos al final. Es paradógico que, de nuevo, estemos dejando el durante y el mediante en segundo plano. Que obviemos los matices y seamos incapaces de apreciar el camino, sin perder de vista el destino.
Cultura y sociedad es disfrutar de una noche en un club que no conoces, olvidar tu tinto de verano por una vez, probar algo distinto, cocinar, leer. Cultura es dar un paseo y no dejar preposiciones olvidadas.