Beber cultura
Tendría yo nueve ó diez años cuando comprendí una de las mayores lecciones que jamás haya recibido. Era uno de los últimos fines de semana de agosto, antes de empezar el colegio. En la terraza de la casa de verano de mi abuela estaban mis primos cortando judías verdes con la mano, mi madre vaciando pimientos y yo dando por saco. En los fogones, mi abuela calentando el aceite para comenzar el sofrito.
Les pebreres farcides es una de esas fiestas que se celebra en casa una vez al año, dos si eres tan insistente y pesado como yo. Un plato que consiste en rellenar pimientos de un arroz de verano con verdura y atún de zorra. Sencillos ingredientes pero costosa elaboración, pues el arroz se cuece al horno con el agua que suelta el pimiento y la verdura, dandole gran potencia al plato.
La ceremonia comienza el día de antes, pelando la verdura, rayando el tomate, dejando el atún de zorra en remojo... ¿quién dijo que las tradiciones eran fáciles? Sobre las nueve de la tarde, cuando el sol de agosto comienza a enseñar la cintura, es cuando todo está listo. Les pebreres quedan custodiadas en una cacerola, tapadas para que ningún osado (yo) tenga la tentación de probar siquiera un bocadito antes del gran día. Ahora que estamos en petit comité, os contaré cuál es mi life-hack, el más sabio de mis consejos, el mayor truco del almendruco: coger una pequeña cucharada de cada pimiento, de forma que no se note que has cogido en ninguno. ¡La relatividad, muchacho, hay que aprender a jugar con las percepciones! Lo cierto es que hay que tener la mente más fría que el iceberg que hundió el Titanic para no acercarse a olisquear.
El día del evento también hay un protocolo que cumplir a rajatabla. Se madruga, porque en el Mediterráneo siempre recibimos la luz del día con los zapatos limpios, y porque la comida está más rica cuando se siente merecida. Los primeros rayos matutinos acompañan el café con hielo en la terraza. Tras terminar los quehaceres dominicales, la playa es obligatoria.
Podríais pensar que todos estos pasos son fácilmente suprimibles "¿acaso no puedes comer lo mismo cuando te levantas a las 12?". Comerlo sí, lo que no podrás es disfrutarlo en la misma proporción. Todos los pasos del ritual tienen un único fin: maximizar el placer.
Preparar la comida con mimo y esmero potencia el sabor y agradecimiento de los comensales, que saben el esfuerzo que hay detrás. Levantarse pronto al día siguiente permite la sensación de merecimiento de recompensa. Ir a la playa, recibir la vitamina D del sol y el salitre de su amante, dan hambre y nos conecta con lo que es nuestro.
La liberación del placer comienza al volver de la arena, en el mismo momento en el que el agua dulce y fresca de la ducha entra en contacto con la piel achicharrada y retira todos los granos de arena. A partir de entonces el jolgorio explotará. La fiesta del hedonismo y la tradición mediterránea comenzarán a hacer su magia. La cerveza, tan fría como el corazón de aquella chica, besará tu boca para pasar por una garganta que pide a gritos que la rieguen.
El momento de tomar les pebreres farcides es la cúspide del evento, pero no todo termina ahí. Lo siguiente, tras la correspondiente sobremesa, el café y la copa (sólo si cae día par o si el Madrid ha ganado la Champions ese año), es colocar la mecedora en el sitio donde más aire corra en la terraza. No hay mejor siesta que aquella en la que la brisa roza la piel con aftersun. Quizá, y solo si sois afortunados, podréis tener el privilegio de que os acaricien el pelo mientras os dormís. Por supuesto, no es mi caso.
Todavía recuerdo un verano. Mis padres habían invitado a unos amigos para que comprobaran por sí mismos la potencia de nuestra pequeña pero cuidadosa ceremonia.
Os hago un adelanto, salió mal. A mi madre se le debió quedar grabada la cara que puse cuando vi a la hija de aquel matrimonio retirar la verdura del arroz, y poner la cuchara en el plato como si de un campo de minas se tratara.
Me dolió mucho ver cómo una pebrera se estaba desperdiciando de ese modo. Ese plato podría haber sido, perfectamente, mi almuerzo del día siguiente.
La semana pasada fue mi quincuagésimo (50) aniversario, y recordaba con Juan, mi compañero de litera durante la mili, nuestras conversaciones antes de apagar la luz en la base de San Javier, cuando éramos sólo unos muchachos:
— Pau, ¿tú le tienes miedo a la muerte?
Le miré extrañado
— ¿A la muerte? Yo tengo miedo a cruzarme con aquella chica e ir en chándal, ¡a la muerte no!
Ahora, con la perspectiva que me da el tiempo, he aprendido a no culpar a aquella muchacha que no supo apreciar nuestra tradicional ceremonia.
Si os pregunto qué significa para vosotros una pizza o una pasta con tomate, probablemente me diréis que es comida rápida o una receta de estudiantes. Si esa misma pregunta se la hacemos a un ciudadano napolitano o de Bolonia, la respuesta será radicalmente distinta. Es seguro que nos hablará de su abuela preparando la masa o la salsa boloñesa al fuego lento de una olla.
Es la cultura, la tradición y el sentimiento lo que transforman un vulgar arroz con verduras en algo radicalmente superior. En una experiencia soberbia, sobrecogedora y capaz de rozar lo supremo.
Si os pido que me describáis vuestro día perfecto estoy seguro de que vuestras respuestas estarán más relacionadas con vuestra familia alrededor de una mesa que con un mantel de tela y tres Estrellas Michelín (con todo el respeto a la alta cocina).
No tiene sentido despreciar la tradición y querer despojarnos de la esencia que nos conforma, cuando es esta la que forja los cimientos que nos sujetan y que nos mantienen tan vivos, con tanta fuerza y con tanta inspiración. Entender la tradición, respetarla y elevarla. No hacerlo es condenar a quienes nos suceden a una vida sin espíritu.
Volver de la playa con la piel quemada por el sol y rugosa por el salitre. Quitarse la arena con agua fresca de la ducha. Beber una cerveza fría. Beber del sol. Beber del mar. Beber cultura.