Ese cuento ya me lo conozco
Entre mi primo y yo, está mi abuela narrando el mismo cuento de siempre:
(…) Entonces el pez le dijo a Guillem “no me pesques por favor, que solo tengo 5 años”.
– ¡No! ¡Tenía 7! – Protesto como si me fuera la vida en ello.
La cara de mi abuela empieza a mostrar signos de notable esfuerzo imaginativo. ¿Cómo es posible que no se sepa la historia, si nos la cuenta siempre que nos quedamos en su casa?
– No, ese era otro pez. Este tenía 5. – Con 70 años hace más recortes que Ronaldo.
Guillem y Pau decidieron soltarlo para que volviera a jugar con sus amigos.
– ¿¿Y no se lo comieron?? – Mi primo: el más sensibilizado con la conservación de las especies.
– ¿Tú qué crees? – La sonrisa provocativa de mi abuela la delata.
– ¡Sí que se lo comen, pero cuando se hace mayor! – esta vez intervengo yo. Que se note quién es el mayor.
Años después, cuando Guillem y Pau se hicieron mayores, volvieron a encontrarse con su amigo el pez, que les dijo: “Ahora ya me he hecho mayor y estoy listo para que me llevéis con vosotros”.
– ¡¿Lo ves?! Este cuento ya me lo conozco.
No fue hasta alrededor del siglo XVIII, con la imprenta ya inventada, cuando algunos intelectuales como Benjamín Kennicott y Giambernardo de Rossi, se aventuraron a realizar los primeros estudios que culminarían con la versión oficial de la Biblia.
Antes de que la técnica nos trajera las economías de escala, cada ejemplar del libro sagrado era escrito a mano. En ese proceso de transcripción, los escribas iban dejando sus huellas, cambiando este y aquel término por otros que les sonaban mejor.
De igual modo y previo a la popularización de la escritura, los juglares de la Edad Media optaban por narrar, en cada actuación, una versión completamente distinta de los poemas que interpretaban. Memorizarlos todos era una tarea mucho más difícil que desarrollar el arte de la improvisación.
Pienso estos días en cómo, manuscrito tras manuscrito, recital tras recital, las grandes obras han recibido la riqueza de cada mano por la que han pasado, trascendiendo a la propia autoría. Todo culmina con el desarrollo de la imprenta. De repente ya no hay juglares creativos sino versiones oficiales.
Me pregunto si, quizá, hemos sacrificado más de la cuenta al darle el protagonismo a la técnica a expensas de la artesanía. Innovación que queda en prototipo, descubrimiento que queda en investigación y producto que queda en piloto… esencias que no caben dentro de sistemas productivos. Y así, dándonos la escala, quizá la industrialización nos haya arrebatado la altura.
Un refrán en la boca de mi abuelo, una receta valenciana en el cuaderno de mi madre y la Odisea guardada en una estantería. Riquezas en las que cuesta llegar al origen, porque su autoría importa menos que el legado que nos dejan. No insistan en dar argumentos económicos a cuestiones culturales, ni en resignarnos a la productividad como innovación, ni en solo permitirnos diseñar sistemas.
No insistan, por favor, que ese cuento ya me lo conozco.