Tocar casa
‘Se aprende en la escuela, se olvida en la guerra. Un niño te vuelve a enseñar.’
Si queréis aprender como legislar con sentido y responsabilidad, observad a un niño jugar al pilla-pilla:
En el centro de la plaza del pueblo hay una cumbre de ocho niños decidiendo quién arrancará el juego portando la peste. Entre todas las miradas infantiles, es imposible no percibir el miedo en los ojos del niño gordito, pues sabe que si comienza pillando él, le será complicado deshacerse de la posición de persecutor y permitir que el juego entre en dinámica.
No han hecho falta más de diez segundos para que aparezca Darío, el niño más rápido de la pandilla, ofreciéndose para ser el primero en pillar, no sin algo de inocente condescendencia. El verdadero salvador.
En un determinado instante se percibe la tensión. Darío está a punto de tocar la espalda de otro niño. El primero corre en línea recta con la espalda algo encorvada y con cara de circunstancias. Estira el brazo y, al tocar la fuente del pueblo grita con todas sus fuerzas.
– ¡¡¡CASA!!!
– ¡No, no, te he tocado! – replica el otro. Empieza el juicio
– ¡No me puedes pillar que estoy en casa! – Está legislando en medio de un juicio. Sí señor.
En ese punto aparece el jurado, que no son otros que el resto de niños que estaban atentos a la jugada. En este punto es muy probable que la balanza se incline hacia el lado del menos privilegiado (en este caso el menos veloz), o del niño que mejor caiga entre el resto del grupo.
– ¡Estaba en casa, porque la fuente siempre es casa! – Han utilizado la jurisprudencia. Los jueces se han pronunciado.
Pienso mucho estos días en la reflexión que lanza el sociólogo alemán Hartmut Rosa a cerca de lo incontrolable del mundo.
En la época premoderna a nadie le atormentaba los límites del tiempo. Nadie sentía ansiedad porque se le agotara la vida terrenal, pues había una firme creencia en que existía algo más allá de la muerte. No hay minutos que exprimir ni días que aprovechar, pues, para nuestros antepasados, la vida no tiene límite y nuestro paso por la Tierra no es más que un simple trámite.
Según nuestro invitado, la modernidad, al vaciar la existencia humana de cualquier aproximación espiritual, nos ha abandonado a lo terrenal.
No disfrutas de la misma forma una comida si ésta es larga y con sobremesa que si solo dispones de diez minutos para engullir entre reuniones. Tampoco disfrutas tanto una vida si la sientes infinita, que con la constante sensación de que se te escapa el tiempo como arena entra las manos.
Observo con incredulidad la narrativa de la publicidad de nuestro tiempo, queriendo hacernos creer que la mejor forma de pasar el verano es huir de osos en selvas amazónicas, subir el Everest, pagarte fiestas a lo Berghain, montarte trios en caravanas y comer noodles de una cazuela. Escapar de ti mismo a culturas que no conoces (ni conocerás) como quien pide un tiempo muerto en un partido que se le está haciendo cuesta arriba.
Qué obsesión con hacerme creer que voy a ser más feliz en una playa de Bali, fingiendo ser quien no soy, que en una cala de la Vila Joiosa, con una camisa de lino y rejuntándome con gente que me quiere por lo que soy.
Las Islas Phi Phi son infinitamente superiores, en términos de calidad, a la de la Caleta. Ahora bien, ¿es más sencillo socializar entre sevillanas de sonrisa ágil o entre lugareños del Sudeste asiático con quien ni siquiera compartes un idioma?
Lo que me reconforta es lo conocido, lo familiar. Lo que me recuerda lo que soy.
Sombreros de paja y atardeceres con amigos comiendo pipas. Fiestas de pueblo, mercadillos artesanos y niños jugando con Super Shocker. Citroën Mehari entrando a la cala y conducir un vespino en chancletas y sin casco. Llegar al chiringuito y que me saluden a gritos mis amigos desde lo lejos. Que me esté esperando una caña bien fría.
No necesito un tiempo muerto si estoy disfrutando del partido. Necesito jugar para divertirme, y no para ganar. Y, cuando siento que estoy huyendo hacia adelante y que la vida está a punto de pillarme, lo único que necesito es tocar casa.