Tener la culpa
Frente a todo el abanico de opciones, si me permitís, os revelaré cuál es el desayuno supremo. El Michael Jordan de los desayunos. El único alimento que puede abrir el estómago del somnoliento más desganado. Alguno me dirá que cómo oso dictar sentencia sobre algo tan personal como los gustos matutinos. Me atrevo. Y defenderé mi afirmación frente a quien decida plantar cara.
El desayuno de los desayunos no es otro que el sofrito de la paella. Especialmente cuando no lo has preparado tú. Antes de que me critiquéis por mis hábitos alimenticios, pongamos algo de contexto.
Es domingo. Ayer llegaste algo tarde a casa. Entras en la cocina y su reloj marca las 11. Tu boca seca no acepta nada que no sea agua pero, tras cruzar el umbral, hay algo que te hace cambiar de opinión. El mundo se nubla, tu mente comienza a perder claridad y el efecto túnel se apodera de tu cortex prefrontal.
Tus ojos han dejado de ver el resto de elementos de la estancia. Solo son capaces de centrar el foco en una cazuela de hierro con la tapa ligeramente abierta. ¿Cómo es posible que un olor tan hipnotizante salga por un hueco tan pequeño?
A partir de ahí ya nada importa. No importa que tu madre estuviera casi una hora preparando el sofrito, tampoco que la paella vaya a quedar algo desnuda de ingredientes. ¿Me caerá bronca por esto? Ese es un problema del Pau de dentro de unas horas.
Observo bien la forma en la que está colocada la cazuela para luego dejarla exactamente igual (soy el ladrón de guante blanco de las cocinas). Con delicadeza, como si fuera una caja fuerte sobre la que no quiero dejar mis huellas, la destapo sin hacer ruido.
Dos trocitos de costilla, nadie lo notará. Disfruto de mi presa con los ojos cerrados, justo antes de dejarlo todo con impoluta apariencia.
Todo pecador paga su penitencia y a todo cerdo le llega su San Martín. Dos horas más tarde, cuando mi memoria ha olvidado completamente lo que he hecho, escucho un estruendo lo suficientemente fuerte como para provocar una subida de la marea.
– ¡¡¡HABÍA QUINCE!!! ¡¡¡QUINCE TROZOS DE COSTILLA!!! ¡¡¡AHORA SOLO HAY ONCE!!!
“¿Cómo pueden faltar cuatro si yo solo me he comido dos?” – pienso para mis adentros mientras camino con paso ligero hacia la cocina, invadido por la preocupación.
Cuando estoy llegando a mi destino veo que mi padre ha reaccionado antes que yo y ya está entrando por la puerta. Como si nuestros cerebros se hubieran coordinado (las grandes mentes piensan igual), afirmamos con ímpetu y con dedo acusador.
– ¡¡Ha sido él!!
– ¡Siempre estáis igual! – No está tan enfadada, la sonrisa la delata – ¡Cuando no es uno, es el otro, pero nunca nadie tiene la culpa!
Ando pensando últimamente en el carácter civilizatorio que tiene la Culpa. De la culpa emanan los dos conceptos más importantes que se me antojan, cuando pienso tanto en el espíritu como en el derecho romano: responsabilidad y penitencia.
Ser culpable tiene dos connotaciones principales:
Por un lado, te designa como el origen de un error o problema
Por otro, te reconoce como individuo responsable y, por tanto te otorga la capacidad del buen obrar (al menos potencialmente).
De la misma manera que no podemos hablar de culpa si no hay un problema, tampoco podemos hacerlo si el origen de ese problema no tiene capacidad de buen obrar.
Si el jarrón lo he roto yo, soy inmediatamente culpable porque: El jarrón se ha roto (hay un problema); y porque tengo capacidad de buen obrar (podría no haberlo hecho).
Sin embargo, si hay una ráfaga de aire y el jarrón se rompe, entonces no hay culpa, pues el viento no puede comportarse.
Tanto el derecho como la moral se sustentan bajo el concepto de la culpa. La capacidad de responsabilizar al individuo y de imponer una penitencia es la garante del equilibrio de fuerzas.
No matarás porque serás culpable, tanto ante los ojos de Dios como ante los ojos del Estado.
Observo con atención los grandes avances que se presentan, casi cada mes, en el campo de la inteligencia artificial. Me pregunto si los pilares del derecho romano, bajo el que se cimienta nuestra democracia, están preparados para adaptarse a lo que viene.
Hasta donde mi mente alcanza a entender los ingenieros encargados de su desarrollo no tienen potestad sobre los resultados devueltos por la IA (el qué), sino que tienen poder sobre los mecanismos por los cuales una IA generará unos resultados (el cómo).
Por tanto, ¿hasta dónde alcanza la responsabilidad de su creador si no posee la capacidad de buen obrar de su creación? ¿Dónde se dibuja la línea de la culpa? No se me malinterprete, no soy un detractor de la inteligencia artificial, tampoco de la tecnología.
¿Puede la inteligencia artificial ser culpable? ¿Puede, acaso, ser responsable? ¿Puede aplicársele una penitencia para evitar que vuelva a cometer un error?
“Crear nos hace humanos”, decían. Lo que nos hace humanos no es crear, sino poder ser responsables, pagar nuestra penitencia y, de vez en cuando, asumir Tener la culpa.
Durante los últimos dos años, esta pequeña comunidad (de más de 1.200 lectores) ha crecido y se ha rodeado de gente con altísimo nivel cultural y profesional. Permitidme que la use (os use) para pedir opinión y consejo.
Anda rondándome la cabeza la idea de escribir un libro. El formato será breves cartas como las últimas cinco que os he enviado (Leer para adentro; Ese cuento ya me lo conozco; Películas rebobinadas, Riqueza y Tener la culpa).
Me gustaría saber qué os despierta cuando comento esto y, en caso de que alguien esté cerca del mundo editorial, si se animaría a darme su opinión y (breve) asesoramiento.
Mis emails están abiertos (puedes responder este email o contactarme en hola@pauaguilar.com). También estaré encantado de invitarte a un café.
Muchas gracias.